La guerra en Ucrania nos sumerge nuevamente en un estado de incertidumbre y de inquietud, cuando todavía no habíamos dejado atrás la huellas emocionales y socioeconómicas de la pandemia. La invasión de Rusia a Ucrania no sólo representa el mayor ataque sobre la estabilidad de Europa y el orden internacional surgido tras la II Guerra Mundial, sino que también abre una reformulación de los equilibrios geopolíticos, comerciales y económicos tejidos a partir de la caída del muro de Berlín. Todo ello unido a las consecuencias sociales y humanitarias que sufren los ucranianos, las más trágicas, y que nos hacen entrever como más cercanos oscuros periodos de la historia europea del siglo XX.
Todavía no podemos cuantificar la magnitud de esta guerra, pero si afirmar que su sombra proyecta la revisión a la baja de las perspectivas de crecimiento globales, difíciles de medir actualmente al depender de su duración y de su dimensión social, financiera, comercial, energética, militar y política. Sin olvidar, que serán clave otros factores como si Rusia decide ampliar la escala militar o cortar el suministro de gas, el papel que adopten potencias como India y China, o si resurgen las tensiones en torno a Taiwán.
Más allá de este escenario incierto, y de sus graves implicaciones humanitarias, la invasión de Ucrania proyecta un fuerte repunte de la inflación, que ya se situaba en máximos en EEUU y la Eurozona, al amplificar la crisis energética y la subida de precios de otras materias primas estratégicas (metales y alimentos) con gran protagonismo en la zona de la contienda. Una circunstancia que, unida a las disrupciones de los flujos comerciales, aumentarán el deterioro de la renta disponible de los hogares, de la rentabilidad de las empresas y de la confianza privada, que se trasladará en un menor consumo, inversión y estabilidad del empleo. Un contexto que acrecienta la volatilidad de los mercados bursátiles y la aversión al riesgo con la búsqueda de refugio en bonos soberanos y oro.
Fuente: El Mundo (Alicia Coronil Jónsson)